Ojos no ven no es un refrán a mitad ni una frase de impacto: es la realidad en la cual vivimos nuestro cotidiano. La normalidad es cubrirse los ojos, no ver, ser indiferentes. Entonces, se vive en la distracción, en el desenfreno, en la esquizofrenia. Lo que no me toca, no me interesa. La opinión dominante, en el mundo de hoy, nos dice: “tratemos de no preocuparnos demasiado, no demos una síntesis de los elementos humanos, no nos esforcemos por hallar lo que somos. Conocer el núcleo de lo que está en el hombre puede dar, y da, los vértigos de una tensión constante que no permite al orden establecido perpetuarse y dominar.”
Es como tener una herida y pensar en otra cosa para no pensar en el sufrimiento. Me repito que estaré mejor y que la herida sanará. O podría abandonarme al dolor, desangrarme y morir pensando que este sufrir era el único sentido de mi vida. O aún, podría reconocer en ese dolor un inicio nuevo: si existe este mal es porque en mí existe la memoria de un bien. Ese dolor despierta en mí la necesidad de un bien, que exista una cura a mi mal, que no sea la muerte y el sufrimiento la última palabra, que haya un sentido más grande para aquel dolor, como nos recuerda Antonio de Petro: “Sin embargo, el corazón quisiera al menos pronunciar una palabra que diera esperanza. Quisiera saber que todavía, todo podría suceder”.
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