Vincent van Gogh fue y es uno de los artistas que la historia del arte denomina como “maldito”, por una presunta vida de pordiosero, vagabundo y sin ningún tipo de esperanza monetaria. Pero el arte salva, dicen algunos, de hecho Van Gogh a través de sus obras, sus entrañas vibran aun hoy en día, el color no es otra cosa che sus propios músculos que se agitan en una desesperada lucha con el cotidiano, en contra del cotidiano.
Es “maldito” quien está destinado a fracasar o al menos a no poseer inmediatamente los frutos del esfuerzo jornalero, y así fue para nuestro amigo holandés, quien nunca, en vida, (y esto lo comentan sus biógrafos junto a la mentalidad dominante) pudo gozar de dichas delicias y meritos. Pero a nosotros en realidad poco nos importa si sufrió o gozo del esfuerzo de su trabajo, es decir que en realidad nos importa él como “hombre creador”, creador de imágenes verdaderamente vivas y coherentes con el ánimo humano, y allí, es donde nuestra mirada cambia de nivel y ve al hombre antes del artista. Una de sus obra “El buen samaritano” (después de Delacroix) es un ejemplo vivo de cuanto sea importante el hombre para la obra de arte, yo soy la obra y ella en mi se desarrolla a una vida eterna, más allá de la banal apariencia porque en realidad, lo obra entra y se queda como un huella en los poros, es y será parte de mi vida. Podemos decir que así fue para Vincent, cuando de algún modo encontró por vez primera la obra de Delacorix, sus líneas y colores no fueron una simple sobre posición formal, más bien un verdadero encuentro humano, así como narra la historia del buen samaritano.
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